La frontera humana

El secreto de la evolución humana se debe al conocimiento que guardaron las rocas. También ellas guardaron durante milenios el secreto de la muerte, desconocido para el hombre.

 

Un hombre joven recorre con parsimonia un yermo páramo poblado de rocas. La mayoría son cantos rodados que oscilan entre la gravilla y ejemplares del tamaño de una
cabeza. Entre los cerros y valles pueden verse alguna enormes, están dispersas, entre la parte baja de cualquier valle y las pedreras de las montañas.

El joven hombre lleva sobre su hombro un saco que flota tras él. De considerable dimensión, va cargado de piedras. De tanto en tanto, el joven se agacha y sostiene una piedra con su mano izquierda. Aguarda unos segundos, y la deja caer o la guarda en el saco, que continúa flotando, ajeno a la gravedad que afecta al resto del mundo, exterior al saco de tela.

Hacia el atardecer, el hombre prosigue su afable paseo hasta una gran roca. Camina hacia ella sin detenerse y justo cuando parece que su nariz experimentará un violento encuentro con la fría roca, atraviesa su superficie como si allí no estuviera. Una vez dentro, el joven se encuentra en una cavidad ovalada donde sólo la luz del pensamiento permite ubicarse entre las paredes de roca. Allí mismo deja caer su abultado saco, que poco a poco pierde altura hasta dar con el suelo. Sentado en el suelo, el hombre extrae una piedra del saco. La coloca ante su rostro, acercándola hasta tu frente. Siente la calidez de la fría roca, tal vez comprende su sabiduría. Pasados unos segundos impulsa suavemente la piedra hacia arriba, y esta asciende hacia el techo hasta fundirse con la roca. Esta late como si estuviera viva.

Piedra a piedra. Así fue como el ser humano descubrió su propia mortalidad. Y junto con ella, construyó el amor.

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